Hoy llegué temprano al colegio.
En el aula, sentado en su pupitre me esperaba Indiana Jones, armado con su látigo y su sombrero dispuesto a rescatarme de los terribles monstruos que acechaban detrás del armario de los libros de matemáticas. Esta mañana no salió el sol. Nevaba. Sin embargo allí había dos astros relucientes y el mar estaba plagado de criaturas extrañas que asomaban sus cabezas entre las aguas... La erupción de un volcán nos expulsó al pasillo de primaria.
Cuando trataba de escapar de aquel caos me encontré a una princesa, pequeña, muy pequeña. Se había perdido y no encontraba la clase de 1A. Traté de ayudarla cuando, un inesperado ciclón nos arrastró a la ciudad Esmeralda.
Una bruja buena nos regaló unas gafas de papel celofán para que el mago de Oz no nos hiciese daño al mirarnos a los ojos, tenía unos ojos preciosos que brillaban tras sus pequeñas gafitas.
Más tarde, en el recreo vino a visitarnos el Rey de papel. También era muy pequeñito, y tenía muy mala pata, siempre se rompía o se mojaba y no servía entonces para nada. Pero no nos importó, era tan bello...
Le ayudamos. A él, a los peces de colores que lloraban porque no encontraban a su mamá en el rincón de los juegos. A Cenicienta, que no buscaba un príncipe sino un buen chico al que amar, al zapatero que en lugar de dejarse ayudar por los duendes nos dio una lección de humildad, a los pequeños piratas con sus patitas de palo de caramelo, a tantos personajes llenos de ilusiones que poblaron los pasillos del colegio llenando estos días de cuentos fantásticos e historias interminables.
Cuando tocó el timbre la magia terminó, pero nos dejó tantas y tantas emociones que esta noche dormiremos como niños y no dejaremos de soñar con princesas y dragones...
A mis niños. Porque cada día me ayudan a sonreír, a creer en ellos y a ser un poquito más chiquitita, como hace 20 o 30 años.
Porque son lo mejor y más puro que tenemos en este planeta.
Y a todos los que como yo, les dedicamos cada día...