Erase una vez una casa blanca, muy blanca, tan blanca como
la nieve brillante bajo el sol de invierno.
Allí vivía una niña roja, muy roja, tan roja como las piruletas de corazón, como la sangre, como el carmín purpúreo, como los labios de su madre.
Allí vivía una niña roja, muy roja, tan roja como las piruletas de corazón, como la sangre, como el carmín purpúreo, como los labios de su madre.
Cada mañana al salir de la cama, la niña dejaba manchas por
toda la casa. Y ni que decir tiene lo que ocurría cuando salía de casa…
Estropeaba todo lo que tocaba, teñía las cosas a su paso y siempre se sentía
diferente.
Pero al volver, la casa blanca, tan blanca como la nieve,
había conseguido borrar las huellas que la niña había dejado durante el día.
De este modo la niña roja se levantaba cada amanecer en un
mundo nuevo, un mundo por estrenar.
Sin embargo, solo conseguía ensuciarlo una y otra vez en
cuanto se movía, caminaba o abría una puerta…
Era muy aburrido tener que estar siempre pendiente de lo que
una hace para no estropear tanta pureza.
Así que un día la niña roja decidió que era mejor no moverse
de la cama por las mañanas. De este modo, al menos, no tendría que preocuparse
más…
Y desapareció.A V.